El fin de los tiempos.



Pero nunca la tocaba. Apenas su mano la rozaba por accidente, ella se estremecía desde lo más hondo, profundo y puro de su ser, y un suspiro se atoraba en su garganta. Quizás para él fuera normal, natural que con el movimiento natural de sus manos, alguna vez le tocase, tal vez para él eso no significaba demasiado, pero cualquier tipo de interacción, cualquier tipo de contacto físico, por breve, veloz o imperceptible que fuera, era para ella como una descarga eléctrica que recorría todo su cuerpo, que la llenaba de energía y sentía cómo sus terminaciones nerviosas ardían por un largo rato, cómo se volvían a activar cuando el viento tocaba su piel y ella podía imaginar nuevamente la sensación de su piel pegada a una piel que no era propiamente suya, pero que quería conocer, que quería reconocerla como propia, conocer la textura de cada milímetro, y que llegado un momento, el contacto de esas dos pieles no fuera extraño, pero al mismo tiempo, que cada vez que se tocasen sintiera esa misma sensación.

Esa era una de las razones por las que ella tampoco lo tocaba. Ella no se atrevía a rebasar la barrera del espacio personal para tocarlo. Jamás había hecho siquiera un intento. ¿Por qué? Por miedo a que, en cuanto su piel se acostumbrara al contacto de otra piel, ella dejaría de tener esa sensación que la hacía desarmarse, deshacerse en sí misma y que la hacía desfallecer y al mismo tiempo sentirse más viva que nunca. Tenía el temor de que al tocarlo, el hechizo que los envolvía en una atmósfera bastante extraña y agradable, se rompiera, y que jamás pudiera sentirse de esa manera. Sentía que su vida se acababa cada vez que imaginaba eso, porque aunque no lo quisiera así, ella se sentía viva por él. Viva como nunca antes.

Lo que ella no sabía, y que ni siquiera se imaginaba, era que esos pequeños roces «accidentales» que se daban siempre, sin importar si caminaban o estaban sentados, en realidad no eran accidentales. La verdad era que él analizaba cada aspecto, calculaba a qué velocidad y a qué distancia moverse para que pudiera tocarla sin que se viera como un gesto desesperado, esa hambre que sentía y que sólo podía saciarse cuando la tocaba, y sobre todo, cuando la veía encogerse sólo un poco, gesto que nadie más, en todo el universo, podía notar, excepto él, que la conocía mejor que a nadie, incluso que a sí mismo.

Y quizás esos pequeños toques fueran en realidad la mayor prueba de algo grande, algo que los dos buscaban sin saberlo, y que en realidad habían encontrado desde la primera vez que sus miradas se tocaron, se acariciaron desesperadamente. Porque aunque no lo sentían como tal, sus ojos eran muy íntimos. Se unían a menudo, danzaban, charlaban, reían y lloraban juntos, y se tocaban, se acariciaban lentamente, se enamoraban mutuamente.

Quizás, y no me atrevo a afirmarlo, eso fuera el amor. Tal vez se amaban, y tan vez lo habían hecho desde siempre, y tal vez lo harían para siempre.

Lo único que debían hacer para sellar ese pacto tácito, esa promesa que ni siquiera debía pronunciarse en voz alta, era tocarse. Debían tocarse, tomarse, sentirse. (Re)conocer esa piel que en realidad siempre habían conocido, pero más que la piel, entrar en contacto directo, a través de algo tan efímero como el contacto físico, con eso que todos se empeñan en llamar «alma». Y cuando sus almas por fin pudieran enlazarse, la vida como la conocían terminaría para siempre.

El día que la tocara, el mundo colapsaría, el universo terminaría; y, en su piel, la vida renacería.

El ocaso.

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Todo en ella era un caos: su cabello con nudos, despeinado, el viento amaba jugar con él; sus uñas pequeñas y mordidas, víctimas de sus momentos de ocio, de sus nervios, de sus tristezas; sus labios estaban partidos, mordidos por todas esas veces que luchó contra las ganas de llorar; en sus muñecas y en sus piernas…, bueno, ahí estaba lo más duro, las marcas de todas esas batallas que seguramente había perdido, de todas esas veces que se sintió sola, de todos esos momentos en los que quería olvidarse de otros tipos de dolores. En su piel habían cicatrices, de caídas, de accidentes, de recuerdos, de la vida. Tenía lunares, claro, pero no los suficientes como para hacer que alguien se quedara a contarlos para siempre, nadie podría contar eternamente. Sin embargo, sus cicatrices eran galaxias por sí solas, y dentro de ellas se escondían miles de verdades disfrazadas de planetas.
Y en todo ese desastre, nadie deseaba perderse.
Escondía sus miedos bajo una gran sonrisa, hasta que un día, llegó alguien que se dio cuenta de esto. No por el desastre notable, en el que quería hacer creer que nada importaba; no por las cicatrices imperceptibles a los ojos de los escépticos que no quieren ver más allá de la superficie; ni siquiera por las cicatrices…
Fueron sus ojos los que la delataron. Ni siquiera ella lo sabía, pero en sus ojos se veían todas sus tempestades, tormentas, huracanes, tornados… Sus ojos eran por sí solos un desastre natural.
Había días en que sus ojos brillaban como brilla el sol, y como si fuera el sol, todo su ser se iluminaba, y había también días en los que no lograba que su sonrisa contagiara a su mirada, como si los faros de las calles quisieran iluminar un cielo sin luna, sin estrellas. A veces, sus ojos parecían la luna, silenciosos y melancólicos, ¡cómo le gustaba que sus ojos fueran la luna!, pues teniéndolos enfrente en una buena noche, no necesitaría fijarse en las estrellas. Y otros días, muchos días, sus ojos eran devastadores; nublados y tempestuosos, tristes y desastrosos, y cada tormenta era diferente a otra, jamás sus ojos dicen lo mismo que antes, o que después, ella tenía esa forma de expresarse, y eso lo enloquecía, lo hacía perderse, pues de pronto se convertían en laberintos de preguntas que parecían no tener respuestas.
Ella no decía nada, sólo veía y sonreía, y nunca contaba sus pesares, y a él eso le encantaba, se le ocurría que si algún día lograba descubrir el secreto de su propio universo, lo dejaría entrar.
Decidido, comenzó a acercarse a ella, y luchaba contra sí mismo para no perderse, aunque sin mucho éxito. Descubrió que, algunas veces, su sonrisa era auténtica, y a pesar de la lluvia, el sol salía a relucir, formando bellos arco iris hechos no sólo de color, sino también de instantes que ella, sin revelarlo, guardaría en algún lugar oculto, justo en el ojo del huracán, donde la calma se encierra justo en medio del peor desastre, donde nadie nunca se había atrevido a llegar, y que ella confiaba que nadie cruzaría la barrera.
«Déjame entrar», suplicaba el joven a veces, pero sólo con la mirada, y a ella el corazón se le apretaba, y en su garganta se formaba un nudo, y la lluvia comenzaba a materializarse, entonces respiraba hondo, sonreía, y como si sólo con los ojos pudieran hablar, y podían, lo miraba como diciendo que sólo haría que se perdiese. Le quería, y la asustaba. De alguna forma, él estaba cruzando, lentamente, todos sus desastres naturales, y se acercaba cada vez más a lo que todos llaman «el corazón». Y él, también, sin saberlo, le quería, y haría cualquier cosa para detener su dolor.
Y así estuvieron muchos días, tan cerca y tan lejos, afuera y adentro, se iluminaban como el sol ilumina a la luna, pero ninguno se atrevía a seguir, así que como el sol y la luna, su colisión no era posible.
Pero un día, ella se rompió, y no pudo ocultarlo. Bastó mirarlo a los ojos para dejar caer toda la lluvia contenida en sus pesadas nubes, para desarmarse. Sus brazos subieron por su cuerpo, como enredaderas, y como enredaderas se aferraron al cuello de su amado, y él, confundido, no supo cómo reaccionar, así que le rodeó la cintura con los brazos, e inclinó su rostro, de modo que pudiera respirar el aroma de su cuello… La reacción espontánea y perfecta.
Desesperado, se separó un segundo de ella, quien desconcertada lo miró, creyendo que se alejaría, que huiría, y se arrepintió de haber permitido la viera como realmente era. Pero entonces, de un momento a otro, él tomó su rostro entre sus manos, firmemente, y al mismo tiempo, como si de una delicada flor se tratara, como si no quisiera herirla, despojarla de sus pétalos. Con sus pulgares, quiso detener las cascadas de agua salada que caían por su rostro, y lentamente se acercó a ella.
La besó.
Lenta, pero apasionadamente, la besó, y una explosión de sensaciones los invadió, y sus labios chocaban una y otra vez, y se acariciaban con ternura, y a veces casi con rabia, y el beso pudo durar un minuto o una eternidad, y para ambos se sentía como algo natural, como algo que era y tenía que ser.
Y después del extraño fenómeno que se había producido, se miraron a los ojos una vez más, pero sabían que esta vez era diferente.
Y cuando creía conocerla mejor que nadie, cuando creía que podría detener la tempestad, se encontró con unos ojos como de atardecer. No llovía, no, pero las nubes amenazaban con soltar su carga nuevamente, y simultáneamente, los colores detrás de las nubes eran alegres, los colores que se encuentran solamente en el cielo y en ningún otro lugar en el instante preciso, antes de que el sol se oculte por el horizonte, dando paso a la oscuridad y a la luz de otros astros. El caos estaba como en pausa, pero también la calma, ¿o así se ve la calma?
Comprendió entonces que no podría, jamás, deshacerse del mal clima, pero por instantes como ese, en ese inmenso, hermoso, nublado pero colorido atardecer, el cruzaría mil tornados, él estaría en medio de todo el frío, de toda la lluvia, de todo el caos, sólo para verla sonreír así, sólo para ver su ocaso llegar.

Campaña contra el amor hacia los lunares.

De repente todos hablaban de enamorarse de lunares, de pecas, de esas pequeñas marcas que parecen capaces de enamorar a alguien, de hacer que ese alguien se quede. ¿Qué pasa con las personas que tenemos cicatrices, cortadas, estrías? ¿No somos dignos de amar? ¿Alguna vez habrá alguien que las cuente, que las ame? ¿Acaso no saben que las constelaciones que ocultan son invisibles hasta conocer la historia de su nacimiento?

Renacer.

Acércate a mí, tócame, no imaginas lo mucho que anhelo tu contacto,  sentir tu calor en mi piel, que la sensación recorra todos los caminos que mi sistema nervioso forma. Mira mis ojos, no apartes la vista, no me prives de la calidez de tu mirada, de sentir cómo tus oscuros ojos, de café amargo, van llenando cada parte vacía de mi cuerpo, proporcionándome la calidez y energía que necesito para seguir.
Sonríeme, haz ese gesto para mí, deja que me contagie, deja sentir que ese impulso que te hace sonreír salte hacia mí, que tua ojos entre cerdados y tu bella sonrisa ne hagan sentir esa cosquilla en el estómago que me obligue a reírme de felicidad pura.
Hechízame, hazme creer.
Sálvame, hazme caer.
Sálvame, hazme sentir.
Sálvame, hazme volver.
Sálvame, hazme vivir.
Sálvame,  hazme tuya.